Sin duda alguna, los viajes por tierra y por mar han marcado la historia del hombre. Desde las movilizaciones humanas hace miles de años, pasando por las razias vikingas, hasta llegar a las grandes colonizaciones europeas de nuestra era, los grandes viajes y los medios de transporte son el resultado del arrojo, ingenio y conocimiento humanos acumulado durante milenios. Sin embargo, hace tan solo algo más de un siglo era imposible pensar en vehículos motorizados para ahorrar tiempo, o en aviones que conectarían con rapidez culturas y regiones tan distantes entre sí. Sabiendo esto, no obstante, siempre nos olvidamos que los viajes no entienden de distancias ni de tiempo, y en ocasiones el propio viaje se encuentra a la vuelta de la esquina, en los ambages del pensamiento, o incluso en un periplo hacia el interior del alma, de la consciencia. Algo similar ocurriría durante mis vacaciones, forzosamente obligado a permanecer en casa, en las que llegué a lo más profundo que puede un ser humano sin moverse: el subconsciente.
Aunque paso algún tiempo con mis seres queridos, la mayor parte de mi entretenimiento concurre en mi completa soledad, con un videojuego, alguna serie, o alguna lectura. Inconscientemente, al quinto día de mis vacaciones me encontraba perdido entre las páginas de un libro que situaron ante mí el retablo de una escena de infinita sabiduría, ganada a pulso por los dos personajes a base de crueles experiencias, habilidad y un poco de suerte. Tenían edades muy extremas y conversaban sobre una larga epopeya plagada de mala fortuna y sufrimiento padecida por uno, y también de viajes a pie, a caballo, por ríos, mares y desiertos, hasta que éste fue encontrado en coma por el segundo, desembocando en unas ponderadas líneas sobre la vida que tenían todo el valor de la absoluta verdad sobre el corazón humano, que no siempre es bueno, algo que no impide que sea humano. Los parajes que el autor original había dibujado, me hacían perderme entre el follaje y la penumbrosa espesura de un oscuro bosque, y una profunda ciénaga, un conjunto mecido por el canturreo de unas aves de mal agüero, la tímida luz de unas luciérnagas y el ruido de roedores entre los matojos. Todo creaba una sombría y acogedora atmósfera que colgaba sobre una cabaña perdida, en cuyo interior relumbraba una fogata. Unas pocas líneas más desentrañarían parte de la vida del segundo personaje, sin tantos viajes, pero cargada de penurias. Y comprendí una vez más que la vida de antaño podía ser muy dura.
Reconocí en esto buena parte del ambiguo vagabundeo reflexivo de mi vida, que a veces encuentro aburrida, larga y tediosa. Imaginé sendas de huida que guiaban al corazón de oscuros y silentes bosques; abruptos caminos plagados de peligros hacia tierras lejanas; largas travesías que llevaban más allá del horizonte de los mares. Al no haber padecido nada similar en mis carnes, muchas veces me cuestiono la validez de una vida sin la que la honestidad de mantenerse vivo venga de haberla ganado con esfuerzo, luchando contra las adversidades. Nuestras vidas de hoy son significantemente mejores que las de antaño, pero algo reptiliano en mi mente me empuja a no creerlo del todo.
Entre meditaciones, caí lenta e irremediablemente hacia un invencible sopor, y pronto me encontré al otro lado de la fina tela de la consciencia, emergiendo de los sueños entre los vapores de una vigilia extraña, sin pasado, en la que era una persona diferente, pero que, en esencia, en toda mi plena consciencia, seguía siendo yo.
Enfilaba un escarpado y angosto sendero que se abría entre árboles a través de una montaña. El cielo se me antojaba estático y gris, como la placidez que impregna un dulce momento de duda. Seguía los pasos de un hombre muy alto, ataviado con botas robustas que habían visto días mejores. Llevaba además una saya por encima de sus fornidas rodillas, a juego con una capa de extraños patrones cuadrangulares en colores apagados: verde, negro y blanco. Bajo ésta, por la izquierda, sobresalía algo largo y marrón, lo bastante puntiagudo para hacerme comprender en poco tiempo que se trataba de la vaina de una espada. De su cabeza caían ondulados mechones oscuros hasta la línea del mentón.
Al coronar la cima señaló el horizonte, y no tardó en girarse hacia mí, asegurándose mi atención. Su rostro, lleno de cicatrices y con una extraña mueca inmortal en su boca por una herida fresca en los labios, dejaba a la vista una mansa y reconocida deformidad rematada por un párpado caído que casi ocultaba su ojo derecho, y que de alguna forma sabía que nunca volvería a su sitio. Cuello, brazos y manos, recubiertos por lodo seco y algunas hojas. Volvió a señalar el horizonte, y habló:
—Allí, lindando con una vereda que guía al Ben Nevis, está Inverlochy. Desde allí se va a librar otra batalla. Adelántate y diles a los MacDonald que nos unimos a la refriega. Entrégales este presente como prueba de nuestro compromiso.
Acto seguido me mostró una pequeña caja en cuyo interior había un anillo antiguo envuelto que extrañamente me resultaba familiar. Sin dudarlo recorrí aquel paraje crudo y frío, con la esperanza de hallar un fuego y un plato de comida caliente al final del trayecto. Entonces me di cuenta de que llevaba una espada y casi las mismas prendas que aquel hombre.
Mis pasos recorrieron hasta casi el anochecer aquel largo camino natural erosionado por el paso del hombre durante años, y en cuyas lindes se alzaban imponentes montañas y colinas, brotaba el moteado verdor del paisaje, y la escasa luz del día se reflejaba en cristalinas aguas calmas como un espejo. No pude evitar el embriagador y pavoroso sentimiento de pertenencia a aquel lugar, una espectral conexión en la que supe, durante unos efímeros segundos antes de despertarme que, en aquel largo viaje hacia las tripas de mi alma, por fin había llegado a casa.
© Ithan H. Grey, 2020. Todos los derechos reservados.
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